No se puede estar, a la vez, en el Gobierno y en la oposición; no se puede ser, a la vez, socio de gobierno y parte de la oposición
En el momento actual, la democracia vuelve a estar, en todas partes, seriamente amenazada por pulsiones que cuentan ya con un bien triste historial y para las que todavía no se ha encontrado vacuna alguna: la esquizofrenia política, la paranoia conspirativa y el narcisismo grupal.
A la esquizofrenia política, el maestro Juan Linz la etiquetó, de forma más piadosa, como semilealtad, dedicándole páginas plenamente vigentes. Una democracia se debilita en la misma medida en que figuras o sectores políticos, con un peso sustancial en su dinámica, prestan un apoyo condicionado e incluso reticente al entramado institucional del que, sin embargo, forman parte.
No se puede pretender estar, a la vez, dentro y fuera; no hay democracia que lo resista
No se puede pretender estar, a la vez, dentro y fuera; no hay democracia que resista que quienes ejercen funciones destacadas en ella a la vez promuevan y alienten la presión y el acoso contra sus instituciones (como, por ejemplo, y cada uno a su peculiar manera, han podido hacer Torra, Trump, Iglesias y quizás hasta Renzi).
No se puede estar, a la vez, en el Gobierno y en la oposición; no se puede ser, a la vez, socio de gobierno y parte de la oposición: ese ventajismo político puede resultar momentáneamente útil a quien lo ejerza, pero enturbia gravemente la salud de la democracia al emborronar la nitidez institucional que debe caracterizarla.
La paranoia conspirativa, tan lúcidamente analizada hace ya tiempo por Richard Hofstadter, cuenta por su parte con un largo historial de recurrencia, y vuelve ahora a resurgir en nuestras sociedades abiertas.
Esta vez, con la inestimable ayuda de las llamadas redes sociales, un altavoz tan eficaz como difícil de contrarrestar. Súbitamente, la agenda informativa aparece poblada de conjuras secretas, de poderosas manos ocultas, de ‘gobiernos profundos’, de conspiraciones tan taimadas y desapercibidas como, a la vez, extendidas y bien anudadas. Para los adeptos al conspiracionismo (no necesariamente personas incultas o desinformadas), el entramado institucional existente en una democracia no sería, en realidad, sino un mero decorado para mejor velar la percepción de quienes en realidad detentan el poder.
Ciertamente, en una sociedad libre y abierta se dan conspiraciones, y acuerdos más o menos conocidos, y negociaciones o pactos pluridireccionales.
No hay de qué asombrarse: es lo propio de una sociedad democrática, en la que la existencia misma de una inmensa, legítima y continuamente cambiante multiplicidad de intereses, de valores y de ideologías contrapuestas propicia toda clase de movimientos que, en definitiva y por lo general, acaban contrarrestándose, acomodándose o anulándose mutuamente.
Pero no cabe confundir ese constante —e inevitable— hormigueo de presiones multidireccionales y de todo tipo con la existencia de una única, poderosa, oculta y bien articulada trama cuyo poder residiría precisamente en su insólita capacidad de pasar desapercibida.
En este sentido, sorprende que un vicepresidente de un Gobierno democrático pueda decir —como si de un novedoso hallazgo se tratase— que “estar en el Gobierno no significa estar en el poder”. Pues claro: en una democracia, estar en el Gobierno significa formar parte del poder ejecutivo, ni más ni menos.
El Gobierno no detenta todo el poder, sino el que le corresponde ejercer, que es muy amplio, pero no ilimitado, y para el que están dispuestos importantes frenos y contrapesos: el Parlamento, los tribunales, los medios informativos, los agentes sociales, las diferentes agrupaciones y asociaciones de todo tipo y orientación… Y esas cortapisas al poder gubernamental no deben ser confundidas con trama organizada alguna. Solo en una dictadura cabe esperar que estar en el Gobierno signifique, en plenitud, estar en el poder.
Las cortapisas al poder gubernamental no deben confundirse con una trama organizada
Finalmente, la tercera amenaza es lo que el presidente Macron ha definido como “comunitarismo identitario” y que viene a equivaler a lo que Eric Fromm tipificó hace ya algún tiempo como “narcisismo grupal o colectivo”. Se caracteriza este por la creencia de que el propio grupo de pertenencia es excepcional, radicalmente diferenciado del resto y merecedor por ello de un trato distinto y privilegiado.
La aceptación y generalización de este narcisismo grupal derivaría en una sociedad compuesta por comunidades inconexas, cada una con sus propios valores, normas y organización interna, para así poder mantener y preservar mejor la peculiar y exclusiva (y excluyente) identidad que entiende como propia.
El problema con el narcisismo colectivo es que, a diferencia del individual, resulta mucho más aceptable socialmente porque se aparece en forma de patriotismo y lealtad: un individuo que se crea intrínsecamente superior a todos los demás puede fácilmente ser considerado demente; pero quien cree que su comunidad es superior a cualquier otra pasa a ser considerado un patriota, porque esa creencia suya es compartida por muchos.
El narcisismo grupal propicia la organización de la sociedad como una yuxtaposición de identidades mutuamente excluyentes, no como una amalgama armoniosa de identidades complementarias, mutuamente incluyentes (por decirlo también con terminología de Linz), que se enriquecen y revitalizan recíprocamente. En ese sentido, cabe entenderlo como una pulsión reaccionaria, de repliegue, de aislamiento y ensimismamiento: la antesala de toda decadencia.
Artículo publicado en: blogs.elconfidencial.com